Años después, el cartel sigue ahí: una historia de banca, crisis y decisiones.
Cuando salgo a correr suelo pasar por delante de un cartel enorme, descolorido por el paso del tiempo, que siempre me hace recordar una etapa llena de retos y aprendizajes de mi carrera profesional. También de momentos muy complicados. Y siempre pienso, tengo que escribir sobre ello. Y aquí estoy, intentando explicar lo que recuerdo de la crisis financiera del 2008 en el sistema bancario español y mundial.
Los años dorados de la banca
Empecé a trabajar en el Banco Popular cuando todavía estudiaba Ingeniería Industrial. En esa época, trabaja y estudiaba, y trabajar en un banco era algo así como “un buen trabajo, del que cualquier madre estaría orgullosa”.
Por aquel entonces debía tener unos 22 años, fue cuando el euro empezó a circular, cerrábamos caja con dos monedas, la peseta y el euro. No había grandes problemas, o al menos no los recuerdo. Las cosas me fueron más o menos bien, y fui progresando en un entorno de crecimiento económico, diría que sin darme demasiada cuenta de lo que pasaba en el mundo, al menos al principio.
El impacto del euro y la entrada en la Unión Europea
Con la incorporación del euro, los precios debían mantenerse estables, simplemente cambiando la moneda. Pero muchos comercios aprovecharon el cambio para redondear al alza, especialmente cuando la conversión daba cifras “feas” o con muchos decimales. Por ejemplo: 100 pesetas eran exactamente 0,60 €, pero muchos bares empezaron a cobrar 1 euro por el café, lo que representaba una subida de más del 60%. Y así, con muchos otros productos y servicios. Podríamos decir que la incorporación del euro encareció nuestra cesta de la compra, o esa es la sensación que quedó. Podríamos decir, en general, que «el redondeo» se nos fue un poco de las manos.
Entrar en la Unión Europea fue un paso enorme y positivo para España en muchos aspectos, aunque como todo, tuvo sus luces y sombras: ganamos en estabilidad económica y monetaria, obtuvimos más inversión extranjera, mayor libertad de movimiento, incremento de infraestructuras y modernización e integración política y social. Pero perdimos en política monetaria propia, en la adaptación de precios y en la dependencia de la economía europea: cuando Europa va bien, España también; pero si Europa entra en crisis, las consecuencias son más difíciles de gestionar de forma independiente.
Un sistema hipotecario descontrolado
Veníamos de épocas de crecimiento económico, sobretodo del sector immobiliario y la construcción. En cada esquina había una oficina bancaria, ocupaban los bajos de las promociones inmobiliarias que cualquier caja de ahorros de turno financiaba al 100% a cualquiera que quisiera ser promotor inmobiliario. Toda España creció y vivió una época dorada gracias a la construcción y a los sectores vinculados a ella.
Las viviendas se financiaban al 100% del valor de tasación, incluso había casos en los que se llegaba al 120%, incluyendo gastos, muebles y, si era posible, hasta el coche. Las tasaciones ofrecían justo el valor necesario para encajar esas operaciones, y como el mercado no dejaba de subir, parecía que no había motivo para preocuparse. Toda la maquinaria funcionaba como un reloj suizo.
Y los clientes, claro, se sumaban a la ola: compraban una vivienda con una hipoteca elevada, y al cabo de unos años la vendían por casi el doble del valor de compra inicial. Cancelaban el préstamo anterior, sí, pero volvían a hipotecarse, esta vez para adquirir una vivienda aún más cara. No había freno. Y tanto los bancos como las tasadoras se encargaban de allanar el camino.
El auge de las hipotecas multidivisa
Todavía recuerdo muchos clientes que entraban a la oficina pidiendo hipotecas multidivisa. En principio era un producto reservado para un colectivo profesional particular, pilotos de Iberia, controladores de AENA, etc., no era un producto para nada sencillo. Pero llegó un momento que cualquier hijo de vecino exigía ese producto “que todos tienen”, y muchos se molestaban cuándo les indicabas que no era un producto adecuado para perfiles sin conocimientos financieros o bajo poder adquisitivo.
Las hipotecas multidivisa se popularizaron porque ofrecían cuotas más bajas al estar referenciadas a monedas con tipos de interés más reducidos, como el yen japonés o el franco suizo. A corto plazo, resultaban atractivas: se pagaban menos intereses que con una hipoteca en euros. Pero el riesgo estaba en el tipo de cambio: si la moneda extranjera se fortalecía frente al euro, la deuda pendiente y las cuotas aumentaban. Lo que parecía un ahorro podía convertirse en una trampa financiera difícil de revertir.
Las participaciones preferentes, un producto trampa para pequeños ahorradores
Otro producto que marcó una etapa oscura fue el de las participaciones preferentes. En teoría, se trataba de instrumentos financieros complejos, pensados para inversores con conocimientos avanzados. Pero en la práctica, fueron comercializados a miles de pequeños ahorradores como si fueran depósitos a plazo fijo, con promesas de alta rentabilidad y escaso riesgo. Muchos confiaron, sin entender que estaban comprando un producto sin vencimiento, difícil de vender y con riesgo de perder el capital. Cuando estalló la crisis, los bancos restringieron su recompra y el valor de mercado se desplomó, dejando atrapados a miles de ciudadanos que, en muchos casos, invirtieron los ahorros de toda una vida.
La crisis de las participaciones preferentes en España se destapó principalmente entre 2011 y 2012, aunque la comercialización masiva de estos productos empezó mucho antes, en los años 2000-2008, durante la época de bonanza económica.
Y, una vez más, se repitió el patrón: malas prácticas por parte de la banca, sí, pero también muchas decisiones individuales tomadas desde la ambición o la desinformación. Muchos inversores minoristas no se conformaban con los tipos de interés tradicionales y se sumaron a la fiesta de productos más complejos, seducidos por rentabilidades más altas. Recuerdo perfectamente a una amiga de mi madre que me consultó: “Me lo recomiendan, ¿no tendrá riesgo, verdad?” Y aunque se lo explicaras una y otra vez —que no era un producto para ella, que si había depósitos al 4% menos era por algo—, al final lo compró. Como tantos otros. No quería quedarse fuera de lo que parecía una oportunidad de oro para duplicar la rentabilidad de sus ahorros.
2008: se acabó la fiesta
Y finalmente, Europa entró en crisis. Nadie se lo esperaba, nadie lo quería. Pero 2008 fue el inicio de un terremoto financiero global que sacudió las bolsas y economías de todo el mundo. Como decían algunos, se acabó la fiesta. De golpe.
Ya no había crédito, no se vendía nada, no había mercado. Pero nadie esperaba que esa crisis durara tanto. Nadie estaba preparado para un mercado seco durante tanto tiempo.
Recuerdo que por aquel entonces acepté una oferta de Barclays, era abril del 2008. Todo estaba cayendo, pero en Barclays abrimos unas 100 oficinas en todo España, esa cifra representaba aproximadamente un tercio de las oficinas totales que tenía el banco en España. O sea, era un proyecto de expansión de mucha relevancia en un momento muy complicado. Cada oficina tenía un coste aproximado de apertura de 300.000 euros, se incorporaban unas 3 o 4 personas en plantilla por cada oficina. Se cerró un acuerdo con una entidad aseguradora por el que durante unos años se venderían un montón de seguros, y ese acuerdo subvencionaría la apertura de las sucursales. Todo era genial. ¡Los contratos de alquiler de las oficinas eran por 10 años, o quizás 20, pero daba igual! Todo sería genial.
A su vez, se creaba el nuevo departamento de empresas. Los fichajes de directores de otras entidades, comerciales de banca, gestores de empresas y administrativos iban a todo tren. Si había reticencias o dudas por la situación económica, se subía la oferta económica, no había problemas de dinero.
El momento en que todo se quebró
Y entonces reventó la burbuja inmobiliaria. El detonante que nos hizo ver la cruda realidad fue la quiebra de Lehman Brothers. Muchos recordamos los empleados de la empresa de servicios financieros saliendo de sus oficinas en Nueva York con la caja entre las manos, todos despedidos. Banqueros que literalmente se forraban, despedidos de un día para el otro.
En Barclays, seguíamos viento en popa a toda vela. Barclays era por aquel entonces un banco internacional muy relevante, en banca minorista y en banca de inversión. En España, para impulsar el crecimiento y cumplir con el plan de expansión, se aceleró la venta de “subrogaciones de hipotecas”. Los tipos de interés estaban bajando y era una oportunidad comercial única captar clientes de otras entidades ofreciendo mejores condiciones en sus préstamos hipotecarios.
Había hambre del grupo en España. De hecho, recuerdo una reunión en el hotel W de Barcelona, donde un jefazo de Barclays de la City nos dijo, literalmente: queremos estar entre los 5 mejores bancos de cada país en el que estemos, y si hace falta compraremos el Banco Popular. ¡Mi ex-empresa!, que era en aquella época el banco con mayor ratio de eficiencia de toda Europa y el 4 grupo bancario de España. Y que años después lo adquirio el Santander por 1 euro.
Pero no. Ni se compró el Banco Popular, ni Barclays estuvo nunca dentro de los 5 primeros bancos de cada país donde operaba. De hecho, al cabo de un año de abrir esas 100 oficinas en su plan de expansión, cerro 110 oficinas, de los cuales 99 eran de las nuevas aperturas.
Y no solo eso, algunos años más tarde, creo que hacia 2013, Barclays comunicó que cerraba sus negocios en todos los paises europeos (ya no éramos core para su estrategia). Y con ese comunicado, puso a la venta sus negocios en España, Italia, etc.: Barclays fue adquirido en España por Caixabank en septiembre de 2014, pero eso ya es otra historia.
Y desde ahí, ERE tras ERE, numerosas familias fueron perdiendo sus empleos, numerosas oficinas fueron cerrando sus puertas, y el mapa bancario empezó con el modelo de concentración que ahora todos conocemos. Entre 2008 y 2025, el sector bancario en España ha experimentado una profunda transformación caracterizada por una notable concentración, reducción de oficinas y plantilla, y un cambio estructural impulsado por la digitalización y las fusiones. Pasamos de unas 60 entidades bancarias en España a las escasas 10 entidades bancarias de relevancia actuales, de unas 46.000 oficinas en toda España a unas 18.000 en la actualidad.
Y no solo se redujo el número de entidades o de oficinas: el sector bancario pasó de emplear a unos 278.000 trabajadores a poco más de 125.000 en la actualidad. Como anécdota financiera —aunque para muchos fue una tragedia personal, miles de accionistas lo perdieron todo y miles de empleados lo sufrieron en primera persona—, el Banco Popular, que durante años fue el banco más eficiente de Europa, acabó siendo adquirido por el Banco Santander por tan solo 1 euro, en una operación nocturna que bien merece ser contada en otro momento.
El impacto de la titulización hipotecaria
Creo recordar el momento en que me di cuenta de la gravedad de lo que estaba pasando, o al menos, cuando fui realmente consciente de lo que se había cocinado a lo largo de los últimos años. Era pasado 2009, veníamos de hacer muchas hipotecas, subrogaciones, novaciones… Para quienes no estén familiarizados, una novación es simplemente una modificación del préstamo hipotecario. Puede ser para pedir más dinero, para ampliar el plazo, cambiar el tipo de interés… Nada raro. Hasta entonces, se tramitaban sin mayor complicación: se enviaba al departamento de riesgos, y si los números cuadraban —ingresos, tasación, deuda pendiente—, adelante.
Pero un día recibimos una negativa. “No se puede ampliar”. Nos sorprendió. El cliente era solvente, la deuda pequeña, la casa bien valorada. Volvimos a enviar la operación con más argumentos. Otra vez: “No se puede ampliar”.
Así que llamamos a Riesgos, para entender qué pasaba. ¿Faltaba documentación? ¿Había que aportar garantías adicionales? Nada. Simplemente: no se podía.
Y entonces llegó la frase:
—Es que la hipoteca está titulizada.
—¿Titu… qué?
—Titulizada.
Sí, en la escritura del préstamo aparecía una cláusula que decía que la deuda podía ser vendida a un tercero. Pero nadie le daba importancia. Era el día de la firma de tu casa, estabas nervioso, ilusionado. Nadie pensaba en eso. Nadie te lo explicaba.
Y resulta que sí, importaba. Mucho.
Porque al estar titulizada, esa hipoteca ya no era “nuestra”. Ya no era del banco. Ya no podíamos modificarla, ni renegociarla. Ya no teníamos capacidad de decisión. Había sido empaquetada junto a muchas otras, convertida en un producto financiero complejo, y vendida a un inversor en algún rincón del mundo.
CDO (Collateralized Debt Obligation)
¿Recordáis lo del rating? Pues bien, en ese proceso de titulización no solo se empaquetaban hipotecas buenas. También se mezclaban con otras más arriesgadas, menos seguras, pero todas juntas, en un mismo «paquete» financiero llamado CDO (Collateralized Debt Obligation). Luego, las agencias de calificación asignaban una nota (rating) al conjunto. ¿Y qué pasaba? Que como había una parte de hipotecas buenas, el paquete entero podía llegar a tener una calificación alta, aunque dentro hubiera productos muy tóxicos.
Esto permitía a los bancos quitarse riesgo de encima (porque esas hipotecas ya no estaban en su balance) y al mismo tiempo obtener liquidez rápida para seguir prestando. Pero también creaba un sistema opaco, en el que nadie sabía muy bien qué había exactamente dentro de cada paquete. Y lo peor: cuando la economía se torció y muchas familias dejaron de pagar sus hipotecas, esos paquetes se convirtieron en bombas de relojería repartidas por todo el sistema financiero global.
La tormenta perfecta
Entonces, cuando alguien venía al banco en 2009, pidiendo una renegociación de su hipoteca, muchas veces no podíamos hacer nada. Aunque quisiéramos. Porque esa hipoteca, la de su casa, ya no era técnicamente del banco. Era de un fondo de inversión en Estados Unidos, o en Alemania, o en algún paraíso fiscal. Y nosotros ya no teníamos ningún control.
Esa fue la primera vez que entendí lo que estaba pasando. Y no era nada bueno. Porque cuando una hipoteca está titulizada, deja de ser una relación entre cliente y banco. Ya no hay margen de negociación. Ya no hay criterio humano. Esa deuda se ha convertido en una pieza dentro de un paquete financiero que se ha vendido en algún mercado internacional, probablemente varias veces, a inversores que no saben quién eres, ni les importa. Solo quieren rentabilidad.
¿Quieres ampliar el plazo? No puedes.
¿Quieres reducir cuota? Tampoco.
¿Quieres cancelar con condiciones especiales? Olvídalo.
La deuda ya no le pertenece al banco, ni la gestiona. Está en manos de un fondo, o dentro de una estructura llamada «bono respaldado por activos», que cotiza y se revende. Y tú, como cliente, te has convertido en una línea dentro de una hoja de cálculo.
Ese fue el gran problema: la desconexión entre el origen del préstamo (una familia que se compra una casa) y el destino del dinero (los mercados financieros globales). Cuando las cosas iban bien, nadie se preocupaba. Pero cuando empezó la crisis, esa desconexión se volvió una trampa. Los bancos ya no podían ayudar. Estaban atados. Y los clientes, atrapados en condiciones que no podían renegociar.
En resumen: los clientes ya no podían pagar, las garantías (las viviendas) habían perdido gran parte de su valor, y los bancos ya no podían renegociar muchas hipotecas porque, al haber sido titulizadas, ya no les pertenecían. El riesgo se había repartido por todo el sistema financiero, pero nadie sabía exactamente quién tenía qué. Y cuando empezaron los impagos, el castillo de naipes se vino abajo.
Fue ahí cuando me di cuenta de que el sistema se había vuelto tan complejo que ya nadie lo controlaba del todo. Ni siquiera los bancos. Y cuando un sistema deja de entenderse desde dentro… es que va camino de romperse.
Y como ya apuntaba antes, empezó la sangría: miles de empleados de la banca a la calle, cientos de miles de personas sin trabajo, millones de personas sin poder modificar sus préstamos hipotecarios ni vender sus propiedades para amortizar deudas (recuerda que un activo inmobiliario no es un activo líquido. Para monetizar necesitas vender, y no siempre es un buen momento para vender).
Un sistema que se secó
Se secó todo. No había mercado. No se vendía, no se compraba, no había crédito. Las promotoras inmobiliarias cerraban una tras otra, y muchos de los clientes que hace poco celebraban sus nuevas viviendas, ahora no podían pagar ni la primera cuota.
La respuesta a la crisis financiera
La reacción fue distinta a cada lado del Atlántico.
En Estados Unidos, dejaron caer a los bancos que no podían sostenerse. Lehman Brothers fue el caso más sonado, pero hubo otros. Allí, la lógica era clara: quien ha asumido riesgos, que asuma las consecuencias.
En Europa, la respuesta fue distinta. Se optó por rescatar a las entidades. No se podía permitir un colapso bancario, porque las entidades financieras eran —y son— el canal principal para mover el dinero y financiar a empresas y familias. Pero esos rescates tuvieron un precio altísimo: para las arcas públicas, para los contribuyentes, y para la confianza en el sistema.
Sin embargo, sí hubo un frente común a nivel de bancos centrales: una bajada drástica de los tipos de interés. Se redujeron hasta niveles históricamente bajos —cercanos al 0%— con el objetivo de abaratar el crédito, facilitar la inversión y reactivar la economía. Y junto a eso, una política monetaria ultraexpansiva: se imprimió dinero a gran escala. Lo llamaron quantitative easing, pero básicamente era eso: crear dinero y lanzarlo al sistema. Había que reactivar el consumo. Había que evitar el colapso.
Pero por mucho que se empapara el sistema de liquidez, la confianza en el sistema había desaparecido. Y sin confianza, no hay inversión. No hay consumo. No hay crecimiento.
Cómo se reactivó la economía tras la crisis
No hubo una única solución, ni fue rápida. La recuperación fue lenta, desigual y llena de cicatrices. Pero hubo varios factores clave que, combinados, permitieron que poco a poco la economía volviera a moverse.
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Tipos de interés en mínimos históricos.
Los bancos centrales mantuvieron los tipos de interés cercanos al 0% durante años. Eso hizo que financiarse fuera barato: para empresas, para familias, para gobiernos. Sin esa medida, muchas economías europeas no habrían podido sostener sus deudas públicas. También incentivó el crédito, aunque con muchas más restricciones que antes de la crisis.
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Inyecciones masivas de liquidez.
A través de los famosos programas de estímulo monetario, los bancos centrales, especialmente el BCE y la Reserva Federal, comenzaron a comprar deuda pública y activos financieros en masa. Inyectaban dinero directamente al sistema financiero para evitar el colapso de la cadena de pagos.
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Reforma y limpieza del sector bancario.
En Europa, especialmente en países como España, los bancos se vieron obligados a reorganizarse, fusionarse y reducir su tamaño. Cerraron oficinas, aplicaron EREs, vendieron carteras de activos tóxicos y recapitalizaron sus balances. En España se crearon los famosos «bancos malos» como la SAREB, para absorber activos inmobiliarios invendibles.
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Nuevos marcos regulatorios.
Se establecieron normativas mucho más estrictas para evitar que volviera a ocurrir algo similar. Aparecieron normas como Basilea III, que obligaban a los bancos a tener más capital propio y a controlar mejor sus riesgos. El crédito volvió, sí, pero con muchas más condiciones.
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Reestructuración interna y adaptación digital.
Mientras los bancos tradicionales se encogían, la tecnología empezó a abrir nuevas vías. Aparecieron las fintech, las apps bancarias, la banca digital. Se redujeron costes, se amplió el alcance. Y muchos bancos, tras años de parálisis, empezaron a reinventarse.
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Y sobre todo… tiempo.
La economía es confianza. Y recuperar la confianza lleva años. La gente volvió a consumir con prudencia. Las empresas volvieron a invertir con cautela. Los mercados se fueron estabilizando. Y, poco a poco, la rueda volvió a girar.
Del dinero barato a la inflación descontrolada
Ese proceso de recuperación nos llevó, casi sin darnos cuenta, a otra etapa: la del consumo desbocado, los tipos bajos eternos y, finalmente, la inflación.
Durante más de una década, el dinero fue barato. Demasiado barato. Las familias se acostumbraron a financiarse al 1%, incluso por debajo. Las empresas vivieron una especie de primavera artificial. Los gobiernos se endeudaron como nunca antes. Y muchos inversores, al no encontrar rentabilidad en productos seguros, empezaron a asumir más riesgos: inmobiliario, bolsa, criptomonedas… todo parecía subir.
Durante años, eso no generó inflación. De hecho, Europa vivía obsesionada con lo contrario: la deflación. Pero bastó una chispa —la pandemia de COVID, las disrupciones en las cadenas de suministro, y después la guerra en Ucrania— para que el sistema se recalentara de golpe.
La inflación volvió. Y con fuerza.
Subieron los precios de la energía, de los alimentos, de los materiales. Todo subía. Y de pronto, los bancos centrales —los mismos que habían mantenido los tipos bajos durante 15 años— tuvieron que girar el timón de golpe. El dinero ya no era barato. Volvieron las subidas agresivas de tipos de interés. El BCE, por ejemplo, pasó del 0% al 4,5% en apenas un año.
Y con eso, volvimos a otro ciclo de contracción.
Los préstamos se encarecieron. La inversión se frenó. El mercado inmobiliario se enfrió en algunas zonas. Y mantener a raya la inflación ha sido durante varios años la obsesión de los bancos centrales. Por eso, muchas familias que firmaron hipotecas variables, vieron como en 2023 y 2024 sus cuotas mensuales se incrementaban de nuevo.
Una reflexión personal sobre la economía y la ciudadanía
A veces tengo la sensación de que somos como una veleta, girando sin rumbo fijo al compás de las crisis que nosotros mismos provocamos y de las decisiones económicas, políticas y fiscales que toman nuestros gobernantes. Avanzamos, retrocedemos, cambiamos de dirección sin un rumbo claro, atrapados en ciclos que se repiten con distintos nombres pero con las mismas consecuencias. Y lo más inquietante es que muchas veces actuamos como si no tuviéramos memoria. Olvidamos rápido. Como si cada nueva crisis nos sorprendiera desde cero, aunque las señales hayan estado ahí todo el tiempo.
Pero si te paras y lo piensas, es de locos.
- Cuando los bancos estuvieron al borde del colapso, fueron rescatados con dinero público. Dinero de todos. Se justificó porque el sistema no podía caer. Porque si caía un banco, caíamos todos. Puede que fuera cierto, pero el coste fue enorme: recortes, austeridad, pérdida de servicios, deuda pública disparada.
- Para salir de esa crisis, se bajaron los tipos de interés al mínimo. El mensaje era claro: consume, compra, invierte, pide hipotecas, mueve la economía. Y así lo hicimos. Volvimos a endeudarnos. A comprar viviendas. A financiar coches.
- Eso generó un crecimiento sostenido durante años, sí. Pero también creó una economía hipertrofiada, alimentada por dinero barato. Y cuando llegó la inflación, el sistema volvió a apretarse. ¿Y cuál fue la solución? Subir tipos. Las hipotecas se encarecieron brutalmente. Las empresas empezaron a contener inversiones. Las familias volvieron a ajustar sus presupuestos.
- Pero mientras los préstamos subieron al 4%, 5% o incluso más, los depósitos apenas daban un 0,5%. El dinero en la cuenta corriente seguía sin rendir nada. O sea, pagamos más por nuestras deudas, pero no recibimos más por nuestros ahorros.
Después de todos estos años, hay algo que tengo bastante claro: la crisis del 2008 no tuvo un único responsable, probablemente fue el resultado de un sistema mal equilibrado, sí, pero también de muchas decisiones individuales que, sumadas, lo alimentaron.
Los bancos jugaron su papel. Pero los ciudadanos también.
- Se ofrecieron productos financieros inadecuados, pero también se aceptaron alegremente.
- Se firmaron hipotecas a 40 años, se pidieron préstamos para más de lo que se podía pagar, se vivió por encima de las posibilidades reales.
- Y, en muchos casos, se miró hacia otro lado mientras todo subía.
Yo he tenido la suerte de vivir todo con cierta cercanía, conocimiento y experiencia. Y creo haber aprendido que la economía no es una ciencia exacta, ni un sistema justo. Es, al final, un reflejo de nuestras decisiones individuales y colectivas.
El cartel de Aliseda: un recuerdo persistente
Y ahí sigue. Ese cartel de Aliseda, descolorido por el sol, oxidado por el tiempo, clavado en medio de un enorme solar que nunca se vendió y donde jamás se construyó nada. Un terreno vacío que se ha convertido en un símbolo silencioso de lo que fuimos: una muestra palpable de la crudeza de un capitalismo inconsciente, en el que el sector bancario permaneció atrapado durante demasiado tiempo.
Lo veo cada vez que salgo a correr. Lleva ahí al menos una década —Aliseda nació en 2013—, pero el solar probablemente lleva mucho más tiempo esperando algo que nunca llegó. Y sigue en venta. Como si el tiempo no pasara por él. Como si nadie se atreviera a mirar hacia atrás.
Es un recordatorio inmóvil. De lo que pasó. De lo que decidimos. De lo que creímos que era progreso. Y, quizás, también de lo que podríamos volver a ser si no somos capaces de aprender.
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